
Cada enero, los gimnasios se llenan, los parques se ven más concurridos y las tiendas deportivas hacen su agosto en pleno invierno.
El inicio del año trae consigo la fiebre del ejercicio, un entusiasmo renovado por ponerse en forma, bajar esos kilos de más y, en general, llevar un estilo de vida más saludable.
Es una tendencia casi predecible: tras los excesos decembrinos, llega la sensación de culpa y con ella la firme intención de hacer del ejercicio un hábito.
Para muchos, esta motivación inicial viene acompañada de una inversión económica.
Se compran tenis de última tecnología, ropa deportiva con telas transpirables, relojes inteligentes que miden desde los pasos hasta la frecuencia cardiaca y, en muchos casos, se pagan inscripciones anuales en gimnasios con la esperanza de que eso sirva como un compromiso irrompible.
Sin embargo, a medida que las semanas avanzan, el entusiasmo comienza a desinflarse.
Lo que en enero era una promesa firme se convierte en una actividad esporádica en febrero y, en muchos casos, en un recuerdo lejano para marzo. ¿Qué pasó? La respuesta es sencilla: el ejercicio no es solo cuestión de propósito, sino de constancia.
Es fácil dejarse llevar por la emoción del inicio de año, pero lo difícil es mantener la disciplina cuando la rutina, el trabajo y la pereza se imponen.El verdadero cambio no depende de los mejores tenis o de una membresía costosa, sino de la capacidad de sostener el esfuerzo más allá del entusiasmo inicial.
En lugar de verlo como un reto de inicio de año, quizá deberíamos enfocarnos en construir hábitos pequeños pero constantes, priorizando la disciplina sobre la emoción momentánea.
Al final, hacer ejercicio no debería ser una moda pasajera de enero, sino una inversión en nuestra salud a largo plazo.