[Más Allá del Deporte] Manuel Lapuente, el estratega que entrenó al corazón

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El futbol mexicano perdió a uno de sus más grandes maestros. Manuel Lapuente, el hombre de la mirada firme y la voz serena, partió el pasado fin de semana, dejando tras de sí una estela de pasión, carácter y legado. No sólo fue un entrenador de futbol, fue un formador de hombres, un soñador que creyó en la disciplina como camino y en la humildad como virtud.

Porque Lapuente no se entendía sin el futbol, ni el futbol mexicano se puede contar sin él.

Su historia comenzó mucho antes de levantar trofeos. En la década de los sesenta, Manuel Lapuente era un delantero con olfato y valentía. Con la camiseta del Puebla, ese club que terminaría marcando su vida, se ganó el cariño de la afición a base de entrega. No fue un jugador de lujos, pero sí de garra. De esos que no bajan los brazos, que corren más por orgullo que por táctica.

Pero donde realmente se convirtió en leyenda fue en los banquillos.
Ahí, en la línea técnica, con el ceño fruncido y el alma encendida, nació el profe Lapuente, el estratega que cambió la historia de varios clubes y de la Selección Nacional.

Con Puebla, escribió páginas que aún se cuentan con voz temblorosa: aquel campeonato de 1982-83, cuando el equipo de la franja se consagró campeón por primera vez, con una plantilla que jugaba con el alma y un técnico que supo unirlos como familia. Años después, regresaría para repetir la hazaña, convirtiéndose en uno de los símbolos eternos del club.

Con Necaxa, fue arquitecto de una época dorada. En los noventa, cuando pocos creían en aquel equipo “de empresa”, Lapuente lo transformó en una máquina de futbol. Campeón, respetado y temido. El Necaxa jugaba a lo que él decía: orden, inteligencia y corazón. No se trataba de brillar, sino de ganar con convicción.

Y con el América, el reto fue distinto. Ahí, donde el brillo y la presión son parte del uniforme, Lapuente impuso su estilo, su carácter y su filosofía. En 2002 levantó el título con un equipo que reflejaba su espíritu: sólido, trabajador, comprometido. El profe no era de discursos grandilocuentes, pero cuando hablaba, todos escuchaban.

Y claro, está la Selección Mexicana. Lapuente dirigió con orgullo los colores de su país en el Mundial de Francia 98, donde México mostró una garra memorable, aquella que logró remontar ante Holanda y Alemania. Pero su momento más recordado llegó un año después, en la Copa Confederaciones de 1999, cuando México se consagró campeón en el Estadio Azteca, venciendo a Brasil en una final que aún nos eriza la piel. Ese trofeo no solo fue un título, fue un símbolo de lo que México podía ser bajo la dirección de un hombre que entendía el valor del esfuerzo y la fe.

El futbol mexicano despide a uno de sus últimos grandes caballeros. Un técnico que nunca buscó reflectores, sino respeto. Un hombre que creía en la palabra, en la lealtad y en la táctica como arte. Manuel Lapuente fue, y será siempre, un referente de temple y sabiduría.

Se va el profe, pero quedan sus enseñanzas: la pasión por hacer bien las cosas, el valor de la disciplina y el orgullo de portar un escudo con dignidad.

Porque al final, Manuel Lapuente no solo entrenó equipos. Entrenó generaciones. Entrenó corazones.

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