Era el año 2002, aquella época en la que Michael Schumacher y el equipo Ferrari dominaban a placer la Fórmula 1. Eso al menos era lo que pasaba en el contexto del automovilismo deportivo en el mundo.
En ese entonces el piloto alemán había ganado ya cuatro campeonatos mundiales. Dos con el equipo Benetton y dos con el equipo Ferrari, y su historia todavía tendría mucho más que contar en la máxima categoría dentro de los años venideros.
Mi hermano Rafa y yo junto con dos amigas y el novio de una de ellas, andábamos de “mochilazo” por Italia, la tierra de Ferrari. Teníamos 25 años y andábamos con los euros contados en la bolsa, pero con todo el entusiasmo de ir a la aventura de conocer nuevos lugares.
Era sábado, cerca de la una de la tarde en la ciudad de Bolonia, y después de recorrer algunos lugares de la pintoresca ciudad haciendo algo de turismo, entramos a comer a una pizzería. Ahí dentro del modesto changarro, vimos en la pared un poster que anunciaba el Gran Premio de Imola, que justamente se corría ese fin de semana.
Debo contarles que mi hermano y yo siempre tuvimos la ilusión de poder estar en aquella carrera, pues muchos años la seguimos por televisión. Además de que el lugar se volvió tristemente emblemático desde que en esa pista murió Ayrton Senna en 1994.
Al ver el poster supimos que la oportunidad de ir a la carrera podía ser ese día o nunca, aunque en el momento desconocíamos que tan cerca o que tan lejos estábamos de Imola.
Con nuestro limitado italiano preguntamos al joven que atendía en aquella pizzería a que distancia estábamos del circuito. Para nuestra grata fortuna nos respondió “La pista è a 20 minuti di macchina” que según entendimos quiso explicarnos que estábamos a 20 minutos de distancia si íbamos en coche. Fue una de esas bellas coincidencias en las que la vida te pone en el lugar en el que tienes que estar.
Sin pensárnoslo dos veces, la opción era ir o ir a ver la prueba de calificación que estaba muy cerca de comenzar. No había otra opción para nosotros más que irnos a la pista en el mismo instante. Aunque para eso, debíamos consensuarlo con el resto de nuestros acompañantes de viaje. Como todas las decisiones de grupo, lo hicimos mediante una democrática votación que los hombres ganamos con 3 votos a favor, 1 en contra y una
abstención. Esa abstención era de la novia de nuestro amigo por lo que automáticamente se convirtió en un voto a favor con lo que fuimos mayoría de 4 a 1.
Nuestro medio de transporte era una camioneta tipo Van que habíamos rentado con coperacha de todos. Deben saber que nos vimos en la obligación de utilizar esa misma Van como nuestro hotel por mas de 20 días, ante el limitado presupuesto grupal.
Pedimos dos pizzas para llevar y comer mientras seguíamos con toda ilusión las indicaciones para llegar a la pista. Debíamos seguir todos los letreros que anunciaban el “circuito Enzo E Dino Ferrari”. Eran otras épocas y la navegación GPS era muy limitada, por lo que las opciones para llegar eran guiarnos con un mapa de papel y preguntar a la gente como Dios nos diera a entender.
Seguimos las señalizaciones del circuito que fueron más numerosas conforme nos acercamos al lugar. Y les confieso que solo de recordarlo vuelvo a emocionarme como aquel día. Habían pasado 10 años desde que fuimos a una carrera de Fórmula 1 por última vez en el Gran Premio de México de 1992. Ya se imaginarán las ganas que
teníamos de estar ahí.
Les platiqué en mi entrega anterior que el ruido inconfundible de los motores de fórmula 1 fue uno de los detalles que me hizo apasionado de este deporte. Para la hora que nos acercamos al circuito, la prueba de calificación había ya comenzado, y créanme que a más de un kilómetro de distancia del circuito de Imola, podía escucharse aquel hermoso sonido de los motores V10. De nuevo aquella sensación de adrenalina y piel chinita de la que les he platicado. Bajamos las ventanas de la camioneta para poder escucharlos con más claridad y el sonido de esos motores fue entonces la guía final para llegar al lugar indicado. A medida que nos acercamos a la pista comenzamos a ver indicaciones en las calles con los emblemáticos nombres de las curvas de la pista como Tamburello, Rivazza, Tosa, Aque Minerali, que nosotros nos sabíamos casi de memoria.
Ya estábamos ahí, afuera del circuito y con la emoción desbordada. Mientras tanto los minutos de la prueba de calificación volaban. Al preguntar por la taquilla, por los costos para entrar y por el tiempo que nos llevaría entrar al circuito, supimos que si acaso podríamos ver a los autos en pista por no más de cinco minutos considerando el tiempo que le restaba a la sesión. El costo beneficio no redituaba, por lo que la mejor opción fue entonces pensar en comprar boletos para la carrera del domingo y conformarnos ese sábado con escuchar a los autos durante el tiempo restante de la prueba de calificación.
Un rio dividía el circuito de la zona donde estábamos parados entre confundidos y emocionados. La pista de Imola tiene altos muros que no permitían ver nada más que unas tribunas y las banderas colocadas sobre el edificio de los pits. Hacia los últimos minutos de la calificación, subimos a un árbol que nos permitía ver un poco de la bajada
de esos autos fórmula 1 a la curva de Rivazza. Realmente era emocionante estar ahí.
Terminada la sesión de clasificación nos decidimos entonces a buscar la taquilla para comprar boletos para la carrera del siguiente día. Caminamos por la zona y fuimos descubriendo que muchos Tifosi (como se les conoce a los aficionados de Ferrari) no entran a la pista en sábado. Solamente se acercan a escuchar la bella sinfonía de motores
y se llevan televisores o radios para enterarse de lo que pasa dentro. El exterior del circuito se convierte entonces en una fiesta llena de tiendas de souvenirs, stands de los equipos, y muchos aficionados que acampan ahí mientras conviven, cocinan y beben como solo ellos saben.
La opción más barata para poder entrar al Gran Premio de Imola fue de 50 euros en la zona que le llaman “Circolare prato”. En español significa que no tienes tribuna y que puedes caminar por diferentes lugares del circuito, y acomodarte para ver a los autos en pista en donde mejor te acomode. Es el acceso general a la carrera, digamos.
Muy emocionados de tener nuestros boletos y felices de volver a un Gran Premio de Fórmula 1 después de tanto tiempo, regresamos hacia la zona donde convivían los aficionados. Vimos una bandera de Colombia de un grupo de seguidores de su pilotoJuan Pablo Montoya que corría para Williams en aquel 2002. Veían una televisión y traían una buena fiesta con otro grupo de aficionados italianos que habían prendido una pequeña televisión para seguir la prueba de calificación. Nos acercamos a ellos para preguntar los resultados de la calificación y poder platicar con alguien en español.
Nos invitaron a comer, nos dieron a probar de un vino barato que llevaban en una garrafa grande como de gasolina, y nosotros cooperamos a la convivencia con una botella de tequila que traíamos en aquella Van para cuando fuera requerido. Platicamos conforme pudimos de muchas historias del Gran Premio de Imola. Nuestra comprensión
del italiano aumentó de forma directamente proporcional a la cantidad de vino que tomamos, y aquella tarde fuimos mejores amigos de esos italianos y colombianos con quienes compartimos la misma pasión. La Fórmula 1.
Si ustedes han tomado vino un día en cantidad considerable y lo han mezclado con otra bebida, sabrán como terminó aquella convivencia después de varias horas. No recuerdo el nombre de los amigos italianos, pero si recuerdo que a uno de ellos lo apodamos “El Gargamel” por su amplio parecido con el villano y antagonista de Los Pitufos. Era el
más amable y platicador de todos.
Así como acabamos aquella fiesta y ya pensando en el Gran Premio del día siguiente, que al final era el único motivo que nos tenía ahí, acordamos entre mi hermano y nuestro amigo que nos acompañaba que debíamos entrar temprano al circuito para encontrar un buen lugar para ver la carrera. Nos advirtieron que se llenaba de italianos locos por la Fórmula 1, por lo que pensamos que las ocho de la mañana era una hora muy apropiada para llegar temprano y sin contratiempos.
Dormimos cerca del circuito en aquella Van que les platicaba y despertamos responsablemente a la hora que acordamos para no perder detalle alguno el día del Gran Premio. Pero despertamos también como amanece uno después de una noche de muchos vinos. Pensamos ilusamente que llegaríamos con buen tiempo para ubicarnos
cómodamente. No contábamos con la astucia de miles y miles de “Tifosi” que ya estaban cómodamente instalados cuando entramos al circuito. Fue emocionante ver aquella marea roja que se acomoda cerca de la reja que divide la zona de aficionados con la pista alrededor de todo el circuito. Todos locos por ver a Michael Schumacher y a
Rubens Barrichello en sus Ferrari.
Así como emocionante, también fue preocupante no encontrar un buen lugar como esperábamos. Caminamos buscando un lugar al mismo tiempo que se acercaba la hora del warm up o el calentamiento que se acostumbraba en aquella ocasión en la Fórmula 1.
Era la última práctica que se hacía antes de la carrera. En el circuito de Imola existen casas al interior del autódromo, y entiendo que en tiempos en los que no hay carrera, ciertos sectores de la pista se utilizan para el tránsito vehicular. En la entrada de una de las casas encontramos un techito sobre el portón. Se nos hizo fácil subirnos para ver
desde ahí esa práctica de la mañana.
Teníamos una vista privilegiada y envidiable para muchos Tifosi que nos veían de forma extraña. Seguros estábamos que éramos la envidia de todos los que no habían agarrado un buen lugar.
Inició el warm up y déjenme decirles que ha sido uno de los momentos más emocionantes que he vivido en mi afición por las carreras. Desde lejos se escuchó salir el primer auto a la pista con aquel característico sonido. Era el Arrows del brasileño Enrique Bernoldi que momentos después pasó frente nosotros en una recta en bajada
hacia a la curva de Rivazza. Debo decirles que hasta el mal de aquellos vinos de la noche anterior despareció ante lo feliz que estaba. El deleite continuó viendo a pilotos de la época como Jenson Button, Kimi Raikonen y Felipe Massa en sus inicios, así como los pilotos de Ferrari que levantaban la euforia a su paso frente a los fanáticos italianos.
Cinco minutos nos duró el gusto de ver el Warm Up desde aquel cómodo techito en el que nos habíamos instalados, pues la dueña de la casa, una italiana muy guapa y elegante, salió más pronto que tarde para prohibirnos estar en ese lugar. Imagínense que los gritos que nos pegó hicieron voltear a parte de los aficionados que estaban atentos de
lo que ocurría en pista. Ahora entendíamos porqué la gente nos había visto de manera extraña cuando nos subimos. Cualquier intento por permanecer ahí explicando que íbamos como turistas desde México fue inútil y tuvimos que bajar para perdernos entre el resto de los aficionados que como nosotros sólo pagaron un boleto de 50 euros.
Más tarde y antes de la carrera, entre ese mundo de aficionados volvimos a encontrarnos de forma milagrosa al tal Gargamel. Iba visiblemente más afectado de lo que nosotros estábamos y no fue ni la mitad de amable de lo que había sido la noche anterior.
Entre los miles de aficionados finalmente pudimos encontrar un lugar para ver el Gran Premio de Imola de pie. No fue el más cómodo, pero lo guardo como un gratísimo recuerdo de esta pasión por las carreras.
Por si estaban con las dudas, El equipo Ferrari hizo el 1–2 con Schumacher y Barrichello y el alemán Ralph Schumacher del equipo Williams los acompañó en el podium en aquel Gran Premio de Imola de 2002 que se cruzó en nuestro destino de una forma inesperada.