
Hubo un tiempo en que hablar del Puebla era hablar de resistencia, de amor por los colores en tiempos oscuros, de una afición que, aunque golpeada por el descenso, nunca dejó de creer.
El equipo no tenía el presupuesto de los grandes ni las portadas de los diarios, pero sí tenía algo que muchos envidiaban: identidad. Esa mezcla de orgullo local, de garra en la cancha, de comunión sincera entre tribuna y jugador. Hoy, todo eso parece un recuerdo distante.
En los últimos años, el Puebla ha dejado de ser ese club que representaba algo más que resultados. La camiseta ha cambiado más veces de lo que se ha podido cantar un gol memorable; los escudos, los nombres, las promesas vacías han reemplazado a los símbolos que forjaban la historia.
Jugadores van y vienen como si el equipo fuera solo una escala de paso, sin mayor compromiso con lo que representa portar los colores blanquiazules. Y lo peor, con esta directiva mercenaria no hay una intención de recuperar ese sentido de pertenencia.
La afición lo ha sentido. Se vive cada jornada donde el estadio Cuauhtémoc luce más asientos vacíos que gargantas encendidas. Ya no hay esa sensación de hogar, de que cada partido es una cita sagrada. Lo que antes era una pasión heredada hoy parece una costumbre que se desvanece.
El desencanto ha ganado terreno, alimentado por decisiones erráticas, indiferencia institucional y una desconexión cada vez más profunda entre el club y su gente.
No es solo que el equipo no gane (porque incluso en la derrota puede haber orgullo), sino que ha dejado de luchar con esa alma que lo caracterizaba. Ha dejado de reconocerse en el espejo. Y cuando un club pierde eso, pierde lo más importante.
Ese equipo, ese que ya no se reconoce a sí mismo, es el Puebla. Y mientras no recupere su esencia, seguirá siendo solo un fantasma que viste de blanquiazul.